Agradecimiento, la memoria del corazón
Recientemente tuve una plática con un compañero nuevo, de un grupo de la asociación, él me pidió unos minutos para sacar algunas dudas que tenía y entre varias cosas me dijo: “¿Hacia quién tiene usted agradecimiento?”, le respondí de una manera un tanto general, pero al irme a descansar me vino a la memoria la pregunta de mi amigo nuevo y reflexioné.
En oportunidades anteriores, he platicado de la equivocada interpretación acerca de los sacrificios que mi madre había hecho para sacarnos adelante, los cuales yo había entendido como abandono y desamor. Esa forma de ver la vida justificó mucho de la destrucción a la que sometí a mi cuerpo, a mi mente y a mi espíritu. Aunque he tenido la oportunidad de pedir perdón por esto y también le he agradecido por todo lo que ha hecho por mí y por mis hermanos, hoy quiero enfocarme en una situación específica.
Venía de regreso de un servicio y me puse a escribir sobre la forma en cómo he disfrutado las cosas que mis hijos me han regalado y que son momentos que al recordarlos refrescan mi alma de ese cansancio y a veces tristeza, recuerdos que me alientan y me hacen agradecer por lo que he recibido. Recordé a Luis cuando declamaba o tocaba el piano y me enseñaba sus logros; recordé a mi pequeño bailando alegre y feliz y la forma en cómo han alegrado mi alma. En ese momento vino un recuerdo de mi madre y yo cuando era pequeño y ella me pedía que recitara la poesía que había declamado en la escuela el día de las madres. Ella estaba ajetreada sirviendo comida en la fonda, se sentaba, ponía sus codos arriba de sus rodillas y ponía toda su atención, yo dejaba todo lo que estaba haciendo y me ponía en posición, como en la escuela y comenzaba:
Mamita linda, era yo pequeñito y una noche,
cuando miré el cielo y era de campanitas un derroche.
Te pregunté con gran anhelo:
“Mamacita, ¿qué son aquellas luces que están colgadas tan arriba?”
Tú, te quedaste un rato pensativa.
Y me dijiste al fin: “Son las estrellas”.
“Y ¿qué son las estrellas?” ⎼pregunté contemplando el infinito.
Pues, son las flores de papá Diosito.
Hoy que es tu día, quiero regalarte las mejores margaritas del cielo,
las más bellas, y perfumarte toda con estrellas.
Yo la veía llorar y aplaudir con emoción. Yo suspiraba emocionado por causar ese sentimiento en ella. Me tomaba de las mejillas, me besaba, se secaba las lágrimas y seguía con sus labores.
Si mi madre me veía como yo hoy veo a mis chamacos, si ella se emocionaba como yo lo hago con los míos, como estoy seguro fue, no cabe duda que estaba muy enamorada de mis gestos y logros como la mayoría de las madres lo están de sus hijos. Cuánto tiempo la juzgué mal por no entender. Cuánto daño hace la enfermedad que padecemos que nos impide ver lo mejor que los demás nos dan y quieren para nosotros. Así viví la vida, ignorando la forma en que me amaban porque no era la forma como yo sentí era la forma adecuada.
Aunque lo he hecho varias veces y en diferentes momentos, quiero aprovechar este medio para agradecer a mi vieja linda, a esa anciana que cada que tiene la oportunidad me recuerda todo lo que tuvo que pasar para que yo hoy disfrute de las bendiciones de la nueva y buena vida. También quiero agradecer a todas las viejas lindas por amar sin esperar esta gratificación que les debemos.
Quizá sea esta la palabra que más aprendemos a decir en los grupos: “Gracias”, porque los que tocamos con los pies el infierno sabemos que “debemos mucho”, que hay una profunda deuda con todos los que han colaborado para lograr lo que hoy somos, personas que ocupan un lugar en la sociedad y en la familia, ya no como un estorbo o una carga, sino, como nos dicen a diario en el grupo, instrumentos útiles y felices.
Gracias a Dios.
José Luis Santiago